No es sencillo estar en primera fila y contemplar de cerca las debilidades, pecados y luchas más severas en un ser humano.

Es un lugar donde no hay máscaras, ni en el otro, ni en ti mismo.

Un lugar que puede sentirse difícil, frío y solo, pero en ese mismo lugar es donde habita el Dios que conocemos… todo el tiempo. Él no ocupa el último lugar en la fila, ni es es quien toma «distancia» con un lápiz en la mano en posición de ataque. Por el contrario, es el único que conoce las profundidades de nuestros corazones, sabe lo que pensamos y no sale corriendo al ver el lodo o dolor que encuentra.

Un Padre que no nos deja en desesperanza, sino que nos mira con enorme gracia y amor cuando abrimos nuestros brazos pidiendo perdón y ayuda. Siempre dispuesto al rescate. Siempre dispuesto a correr al encuentro con Sus hijos.

¿Podemos en algún momento estar en la primera fila de la vida de alguien y verlos con ojos de misericordia a pesar del lodo que le cubre en ese momento? Dios nos ayude y equipe para ello.

Qué dosis inmensa de gracia nos ofrece Dios al estar en primera fila observando todo (cada segundo), y al mismo tiempo, ser el primero en QUERER socorrernos, limpiarnos y sacarnos del lodo para darnos (y recordarnos una y otra vez) la libertad y esperanza que hemos recibido a través del mayor acto de amor que conoceremos: ¡El sacrificio de Jesús, el cordero enviado!

Abrazos,

Paola.